La crisis epidemiológica que atraviesa Cuba continúa agravándose, tras el reconocimiento oficial de nuevas muertes asociadas a enfermedades transmitidas por el mosquito.
Según declaró la viceministra de Salud Pública, en una reciente comparecencia, en el país se han reportado cinco fallecidos adicionales como resultado del actual brote, elevando el total acumulado a 52 muertes durante el curso de esta epidemia. La información fue divulgada por el periodista Rolando Nápoles.
De acuerdo con las cifras oficiales, 34 de los fallecimientos estarían vinculados al chikungunya y 18 al dengue.
Un dato especialmente alarmante, reconocido por la propia funcionaria, es que la mayoría de los pacientes que no tuvieron una evolución clínica favorable pertenecen al grupo de menores de 18 años, lo que ha generado profunda preocupación entre profesionales de la salud y la población en general.
Estas cifras se producen en un contexto marcado por el deterioro del sistema sanitario cubano, caracterizado por la escasez de medicamentos, la falta de insumos básicos, deficiencias en la atención primaria y una limitada capacidad hospitalaria para responder a brotes epidémicos de gran magnitud.
A ello se suma el colapso de los programas de fumigación y control vectorial, ampliamente denunciado por ciudadanos en distintas provincias del país.
Aunque el Ministerio de Salud Pública reconoce el impacto del dengue y el chikungunya, múltiples especialistas independientes, activistas y familiares de víctimas han cuestionado históricamente la veracidad de las estadísticas oficiales.
Denuncian que existe un subregistro sistemático de fallecimientos y casos graves, debido a diagnósticos incompletos, certificados de defunción imprecisos y una política comunicacional orientada a minimizar la gravedad real de la situación sanitaria.
En años anteriores, el propio oficialismo ha sido acusado de atribuir muertes a “complicaciones asociadas” o enfermedades preexistentes, sin reconocer plenamente el papel determinante de las arbovirosis. Este patrón ha generado desconfianza en amplios sectores de la población, que consideran que las cifras reales podrían ser significativamente más altas que las reportadas.
La situación epidemiológica se ve agravada por factores estructurales como el deterioro del saneamiento ambiental, la acumulación de basura, los prolongados cortes de agua y electricidad, y la imposibilidad de muchas familias de acceder a repelentes, mosquiteros o atención médica oportuna.
En este escenario, los niños y adolescentes se encuentran entre los grupos más vulnerables.
Mientras el gobierno insiste en que mantiene el control de la situación, la realidad descrita desde hospitales y comunidades refleja un sistema de salud sobrecargado y con recursos limitados para enfrentar una epidemia que continúa cobrando vidas.
La falta de transparencia en la información oficial y la ausencia de datos desagregados por provincias o centros hospitalarios alimentan aún más las dudas sobre el verdadero alcance del brote.
Las declaraciones de la viceministra, aunque reconocen parcialmente la gravedad del problema, dejan abiertas interrogantes fundamentales sobre la magnitud real de la epidemia y la capacidad del Estado para proteger a la población, especialmente a los menores, frente a una emergencia sanitaria que dista mucho de estar bajo control.
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